Cuando era pequeña, todos los sábados íbamos a comer al pueblo de mis abuelos. 

Un pueblo pequeño, tranquilo, en el que no había mucho que hacer. Por eso, cuando las conversaciones de los mayores alargaban demasiado la sobremesa, yo salía de casa con una dirección clara.

Hacía ya tiempo que había descubierto, no muy lejos de allí, un columpio atado a la rama de un árbol. Subir en él y balancearme sobre el terraplén que había debajo era algo realmente emocionante. El tiempo pasaba deprisa cuando estaba allí.

Era uno de mis lugares favoritos.

Así que cuando topé con la imagen de un columpio en un salón mi mente me trajo esos recuerdos. Ahora podría montar en el columpio cuando quisiera, pensar e idear nuevos proyectos en suspensión, relajarme cuando llego a casa por la noche... 

Definitivamente ¡necesito un columpio en casa!